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Inventarios de la civilización.
Geopolíticas del saber y exhibiciones zooantropológicas en la construcción del mundo moderno colonial.
Fernando M. Sánchez

Introducción

La experiencia de extrañamiento en torno a los límites de lo humano tiene una larga historia. Si bien en gran medida se potencia con el proceso de expansión marítima moderno-occidental, una amplia serie de imágenes y relatos de seres anómalos, limítrofes entre lo humano, lo animal y lo sobrenatural, poblaban la escena imaginaria del renacimiento, de la época medieval y aún de tiempos más antiguos (Bartra, 2000; Todorov, 2009).

A partir del siglo XV, esas inquietudes acerca de la alteridad humana que latían en el seno de la cultura europea, adquirieron una nueva significación con motivo de la expansión geográfica y la ampliación de las experiencias de contacto con la diversidad humana existente.

Se produce una extensión del imaginario de lo extraño, de lo monstruoso, de las figuras del salvajismo, endosadas a partir de entonces a los habitantes de los nuevos márgenes del mundo.

Viajeros, cronistas e ilustradores, juntos o separadamente, fueron delineando como a contraluz de sus propios rasgos y de los modos de vida conocidos, los perfiles de los pueblos que habitaban allende los mares.

Durante los siglos XVIII y XIX, de acuerdo con esta ampliación del mundo, se produjo un salto cualitativo en la voluntad de explicar y dominar. El desarrollo paralelo de la antropología física y cultural con sus propuestas de explicación jerárquica de las diferencias humanas, se entrelazaría íntimamente con el despliegue del colonialismo.

En este contexto, el estudio de ‘los otros’ no se limitó al trabajo de campo en los territorios extraeuropeos, sino que también adquirió un lugar importante la práctica de traslado de ‘aldeas nativas’ a las principales metrópolis, como objetos de investigación y exhibición.

La obsesión clasificatoria de la ciencia –tanto en relación a la naturaleza como a la cultura– coincidió con la organización de un nuevo régimen de visibilidad, con su correlato en el desarrollo de dispositivos técnicos y la organización de espacios destinados a mostrar y observar. Este despliegue fue parte de una política cultural que contribuyó, entre otras cosas, a la cristalización de una imagen autocelebratoria de los logros de las metrópolis y a una imagen depreciada de un amplísimo abanico de pueblos ‘otros’.

 
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Una larga tradición de imaginarios de lo extraño.

En la formación de esos imaginarios históricamente variables acerca de identidades y alteridades, tuvo un peso importante la producción y circulación de imágenes. La representación gráfica por medio de dibujos o grabados, mucho antes de que existiera el registro fotográfico, fue fundamental en la construcción del otro, haciendo visible para todo un mundo de lectores la fisonomía de aquellos seres lejanos que los viajeros habían tenido frente a sus propios ojos.

En algunos casos se trataba de dibujantes de abordo, pero en muchos otros los retratos fueron realizados, en base a testimonios escritos u orales, por ilustradores que no habían tenido contacto directo con los sujetos representados, situación que impuso un grado mayor de interpretación y de producción imaginaria1.

La relación entre los relatos tempranos de cronistas y la producción de imágenes desvalorizadoras de los pueblos extraeuropeos redundará en la instalación de un modo de representación jerarquizante de la diversidad, que tendrá importantes consecuencias en los siglos siguientes.

En este sentido coincidimos con Carreño cuando propone


repensar el trabajo con imágenes en los estudios coloniales, ya que en general se ha entendido la producción visual como subordinada al texto escrito, a pesar que las imágenes son una síntesis de información notable, y que merecen un estudio profundo e independiente, en tanto permiten ver el despliegue de una serie de dispositivos visuales en la construcción de la alteridad” (Carreño, 2008: 129).

La construcción social de la alteridad implica una experiencia de contacto entre seres que, más allá de cualquier similitud genérica, se constituyen relacionalmente en torno a un eje de  diferencias irreductibles. Una especie de perplejidad suele perturbar entonces las certezas asumidas como naturales dentro de la propia cultura; certezas que son puestas en cuestión por la evidencia de la multiplicidad de modos de existencia posibles.

Una forma de conjurar esa incertidumbre ha sido históricamente la vía etnocéntrica: afirmación de la validez de los propios parámetros y valoración de los otros grupos en base a ellos. Esto lleva por lo general a obturar cualquier posibilidad de diálogo o comprensión, en la medida que las diferencias se organizan en oposiciones binarias mutuamente excluyentes.

 
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En el seno de la cultura occidental, la figura del salvajismo como contracara de la civilización, funcionó y en cierta medida opera con esa lógica.

Queda claro que la cuestión de la alteridad no puede reducirse conceptualmente a un encuentro con el otro, ni tampoco limitarse a la noción de representación del otro, ya que con ambos enfoques se estaría dando por sentada la existencia previa de otredades en tanto tales. Consideramos más acertada la idea de procesos de “invención del otro” en el sentido en que lo propone Castro - Gómez (2000), ya que este concepto permite iluminar el carácter relacional de la producción de alteridades, así como la dimensión de poder inherente a ella.

Valga como ejemplo la variedad de consideraciones hechas sobre los habitantes del Nuevo Mundo, imágenes hipergeneralizadoras que oscilaron entre definirlos como feroces guerreros o seres mansos y amistosos según la ocasión2.

La variación en esa construcción del otro también alcanzaba al tipo de criterio valorativo utilizado: desde la interpretación moral que los condenaba como seres demoníacos en los siglos XV y XVI, hasta una interpretación más bien naturalista en siglos posteriores, que los definía como hombres salvajes que debían ser civilizarlos, es decir, rescatados de su estado natural (Bartra, 2004; Amodio, 1993).

Imagen 1. Grabado incluido en America Pars Tertia (1592), de Theodor de Bry, que ilustra el relato de Hans Standen sobre los caníbales americanos.

 
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El motivo del canibalismo, por tomar un caso, tuvo una amplia difusión como mito sobre la voracidad de varios pueblos extraeuropeos. En el caso de América, ya en los primeros relatos de fines de siglo XV por parte de Colón y Vespucio, se resaltaba esta práctica como característica habitual de diferentes pueblos y latitudes, distorsionando su sentido al presentarla simplemente como una pauta de alimentación salvaje.

Varios de estos rasgos y prácticas, con los que la mirada occidental compuso una versión caricaturizada, exotizante y en ocasiones deshumanizada de esos ‘otros’, reaparecerán con nueva fuerza unos siglos después, identificados como signos de atraso por parte de la antropología evolucionista: desnudez, poligamia, promiscuidad, canibalismo, falta del sentido de propiedad, de gobierno y de religión.

Como se verá más adelante, la mayoría de estos tópicos también serán activados en las exhibiciones etnológicas de los siglos XIX y XX, como estrategia publicitaria de objetivación y espectacularización de la vida de aquellos grupos humanos trasladados a las principales ciudades de Europa y Norteamérica.

Una vez establecida la nueva concepción del saber de la modernidad, las ciencias asumirán la tarea de dar definiciones certeras acerca de lo existente, incluyendo el orden general de lo viviente y, de manera un tanto problemática, la participación de los propios hombres en él.

Si bien las investigaciones en el campo de la historia natural durante el siglo XVIII estaban dirigidas al estudio y sistematización del cuadro general de los seres vivos, resultan reveladores algunos datos relativos a la ubicación de la especie humana en la taxonomía.

Se destacan especialmente en este contexto las investigaciones de Linneo y Buffon.

Linneo llevó a cabo la clasificación de varios miles de especies animales y vegetales, y fue además quien estableció los parámetros de un sistema taxonómico que tendría amplísima vigencia. En el marco de esa taxonomía ubicó a la especie zoológica que llamó homo sapiens, dentro del orden de los primates, junto a otros monos superiores.

Definió también algunas categorías especiales para hombres que se encontraban en una situación limítrofe, como los “hombres salvajes”, y estableció un tipo especial que llamó Homo monstruosus3, que incluía seres humanos con rasgos anormales causados por la acción del ambiente o la herencia.

En su afán clasificatorio distinguió cuatro variedades al interior de la especie humana de acuerdo a criterios biológicos y conductuales: Homo europaeus, americanus, asiaticus y afer, este último referido a los africanos subsaharianos. Esta clasificación en tipos humanos sería retomada posteriormente en la delimitación clásica de las cuatro razas4.

 
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Imagen 2. “The Principal Varieties of Mankind”, parte de la serie de posters populares “Illustrations of Natural Philosophy”, publicada por James Reynolds, Londres, 1850.

El tratamiento de la diversidad humana desde criterios pretendidamente científicos tuvo a partir de ahí un amplio desarrollo en muchos otros investigadores y divulgadores, que ensamblaron de manera variable enfoques provenientes de la filosofía, la medicina, la incipiente antropología y otras disciplinas, mezclando a menudo criterios raciales, culturales y ambientales.

El número de “variedades humanas” presentadas fue también muy heterogéneo, incluso prolífico, a partir de aquel esquema básico de las cuatro razas. Su representación, en innumerables ilustraciones, incluía sistemáticamente un sujeto blanco-europeo ocupando el centro de la escena. En la siguiente imagen puede observarse un total de veintiocho tipos humanos, agrupados según un criterio geográfico cuasi-continental (“asiáticos, australianos, europeos, polinesios, africanos y americanos”).

Durante el siglo XIX se afianzaron dos líneas de explicación de la diversidad humana, igualmente influidas por el espíritu del positivismo: la que ponía el énfasis en los rasgos físicos transmitidos por la herencia natural y la que reparaba fundamentalmente en la variación en las prácticas culturales; por sendos carriles derivaron los desarrollos teóricos del racismo biológico y el evolucionismo cultural.

 
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Junto con el desarrollo de esa serie de discursos con efecto de verdad acerca de la diversidad humana tuvieron lugar, en el último tramo del siglo XIX, acontecimientos técnicos y geopolíticos que confluyeron en la consolidación de un esquema mundial de administración de las poblaciones.

Entre esos factores, es importante destacar el proceso de expansión colonial con su matriz civilizatoria, y el despliegue de un régimen de visibilidad que incluyó la formación de museos, colecciones y prácticas de exhibición de humanos vivos, así como la creciente producción de imágenes técnicas encargadas de registrar la vida de propios y extraños.

Castro - Gómez caracteriza a la modernidad como una “máquina generadora de alteridades”, (Castro - Gómez, 2000;145) que efectúa una incorporación subordinada de los pueblos extraeuropeos y en muchos casos también de grupos de europeos social o geográficamente marginales, en base a la imposición de criterios valorativos eurocentrados.

Con la consumación de la expansión capitalista y su política de integración de las distintas latitudes en un sistema-mundo, queda en evidencia la constitución relacional del centro y las periferias, así como la asimetría de esa relación.

Esto vale tanto para el nivel de las relaciones materiales como para el nivel simbólico de establecimiento de identidades y alteridades, que incluye la desigualdad de posibilidades a la hora de nombrar y calificar.

En ese proceso tuvo un papel importante la antropología que, en tanto ciencia del hombre, proporcionó las bases teóricas y metodológicas a partir de las que se establecería todo un régimen de visibilidad de las diferencias.

En ese marco, la etnografía, como producción científico-literaria de la investigación de campo, pretendía traer a su contexto cultural de pertenencia una representación cabal del modo de vida de los pueblos no occidentales. Como señala Rosaldo, “las etnografías al estilo antiguo dividen sujeto y objeto, y presentan otras vidas como espectáculos visuales para el consumo metropolitano” (Rosaldo, 1991: 48).

La ambivalencia entre la curiosidad y el rechazo en relación a los otros se profundizó, no sólo a nivel del conocimiento sino como experiencia social y política, cuando a partir de 1870 las principales metrópolis comenzaron a importar “nativos” para ser exhibidos como cuadros vivos en diferentes espacios públicos, desde ferias a circos y teatros, y desde zoológicos a exposiciones universales.

 
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Un tipo particular de exhibición exotizante fue el de los espectáculos teatrales en que grupos de nativos-actores dramatizaban, a través de distintas coreografías y accesorios debidamente preparados, escenas supuestamente típicas de su modo de vida. Tal fue el caso de la compañía del “Gran Farini”, un acróbata, aventurero y empresario de espectáculos canadiense cuyo verdadero nombre era William Leonard Hunt. La imagen 3 corresponde a una foto de estudio producida en ocasión de su presentación en el Royal Aquarium de Londres en 1884.

Saber antropológico y políticas de exhibición

Tony Bennett, en su libro "El nacimiento del museo", analiza la conformación de lo que denomina “complejo exhibicionario”. Siguiendo los planteos teóricos de Foucault, analiza “las relaciones entre saber y poder efectuadas por las tecnologías de visión” encarnadas en la arquitectura de las exposiciones (Bennett, 1995: 76).

A partir de un análisis pormenorizado de la imbricación entre el desarrollo de las ciencias sociales y las políticas museísticas estatales en Gran Bretaña y otras potencias europeas, argumenta que:

… en el contexto del imperialismo de fines del siglo XIX, fue sin duda el empleo de la antropología dentro del complejo exhibicionario lo que resultó más importante para su funcionamiento ideológico.

Imagen 3. “Guillermo Antonio Farini y sus bosquimanos”. Catálogo de la exposición Exhibitions. L’invention du sauvage, Musée du quai Branly, París, 2012.

 
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De ese modo jugó el papel crucial de conectar las historias de las naciones y civilizaciones occidentales a las de otros pueblos, pero sólo mediante la separación de ambos, proveyendo una continuidad interrumpida en el orden de pueblos y razas -uno en el que los ‘pueblos primitivos’ abandonaban la historia en su conjunto para ocupar una zona de penumbra entre naturaleza y cultura” (Bennett, 1995: 90) [traducción del autor].

Según este enfoque, el espacio de representación constituido por los saberes disciplinares desplegados en el complejo exhibicionario (museos de ciencias naturales, de arqueología, de historia, más un amplio abanico de exposiciones etnológicas) permitió la construcción de un orden temporalmente organizado de cosas y pueblos.

La antropología participó activamente en la gestión de estos espacios, que resultaron beneficiosos para el desarrollo de la disciplina; una de sus tareas cruciales fue “transformar a los pueblos no-blancos -ellos mismos, y no sólo sus restos o artefactos-  en lecciones objetivas de la teoría de la evolución…” (Bennett, 1995: 96) [traducción del autor].

Jonathan Crary en su estudio acerca de orden de lo visible en la modernidad, sostiene que a principios del siglo XIX se produce un profundo cambio en el régimen de visibilidad, y más importante aún, se constituye a nivel social una subjetividad específica del observador, antes inexistente.

En “Las técnicas del observador” sostiene que los asuntos relacionados con la visión fueron siempre y fundamentalmente “cuestiones relativas al cuerpo y el funcionamiento del poder social”. De ahí que considera importante analizar cómo, desde principios del siglo XIX, “un nuevo conjunto de relaciones entre el cuerpo por una parte, y formas de poder institucional y discursivo por otra, redefinieron el estatus del sujeto observador” (Crary, 2008: 17).

De este modo, se conformó un sistema de exhibición de cuerpos y objetos en base a una narrativa político-cultural que producía una particular imagen de los otros, al mismo tiempo que iba generando sobre el cuerpo de la sociedad en su conjunto, un adiestramiento de la mirada, acerca de qué, cuándo y cómo mirar.

La organización de colecciones compuestas por objetos extra-ordinarios de variada procedencia fue bastante habitual en las llamadas “cámaras de las maravillas” o “gabinetes de curiosidades”, que tuvieron lugar en círculos aristocráticos e intelectuales europeos a partir del siglo XVI.

En relación con aquella práctica, la institucionalización del “complejo exhibicionario” moderno tuvo diferencias sustanciales: en principio, el traslado de objetos y cuerpos de los ámbitos privados en los que eran mostrados a un público restringido, hacia espacios cada vez más abiertos y públicos.

 
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En segundo lugar, administrados por parte de agencias estatales y empresarios privados, los espacios de exhibición se convirtieron en dispositivos político-culturales, vehículos para la inscripción y transmisión de un específico modelo de significación y organización del mundo.

Museos, galerías y exposiciones que se multiplicaron durante el siglo XIX cumplieron un papel importante en la formación de la ciudadanía: aprendizaje simultáneo sobre sí mismos y sobre los otros. Fueron, en términos de Bennett, “un conjunto de agencias educativas y civilizadoras”  (Bennett, 1995: 79) [traducción del autor].

Con la “Gran Exhibición del Trabajo y la Industria de todas las Naciones” realizada en Londres en 1851, se abre el ciclo de Exposiciones Universales que tuvo una amplia difusión durante la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del siglo XX.

Estos eventos incluían un gran despliegue arquitectónico con pabellones en los que las distintas naciones mostraban al gran público sus avances en las artes y las ciencias. Además de objetivos económicos, educativos y recreativos, estos eventos tenían también un efecto de control de la población; tendían a la generación de un sentido de pertenencia alrededor de los símbolos nacionales, por lo que ocupaba un lugar importante la puesta en escena de un relato autoglorificador de la grandeza de la nación y su misión civilizadora.

La segunda Exposición Universal tuvo lugar en Nueva York en 1853, y la edición de 1855 se llevó a cabo en París, donde  ocupó un lugar central el Palacio de la Industria; un edificio casi tan imponente como el Crystal Palace construido para la Exposición de Londres.

Durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX se llevaron a cabo innumerables exposiciones de similares características: dentro del contexto europeo fueron Francia e Inglaterra las sedes más reiteradas, pero también se realizaron en Alemania, Holanda, Bélgica, Portugal, España, Italia, Suiza y Austria. Fuera de Europa se implementaron en EEUU, Rusia, Japón, Sudáfrica, India, Australia, y algunos países más, incluidos los latinoamericanos Perú, Argentina, Chile y Brasil en diferentes años.

Sin duda, las exposiciones europeas y estadounidenses tuvieron la particularidad de traslucir en su organización, además de sus propias invenciones, los elementos idiosincráticos de los territorios bajo su dominio. La exhibición de retazos descontextualizados de los modos de vida  de un sinnúmero de pueblos del mundo (en algunos casos de mundos interiores al propio estado-nación, como se observa en la imagen 4) formaba parte de la práctica de autolegitimación de su supremacía. Es notable observar en este caso la inclusión forzada de dos tótem y un tipi pertenecientes a pueblos nativos americanos –ambos, esencialmente, artefactos culturales de intemperie– en el interior de un gran galpón junto con una variedad de objetos de colección.

 
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Imagen 4. Un Pabellón de la “Exhibición del Centenario” (Filadelfia, 1876), la primera de las Exposiciones Internacionales realizadas en EEUU.

El dispositivo general de las exposiciones realizadas en las metrópolis occidentales bien podría sintetizarse como una puesta en escena de la dicotomía entre el progreso y los distintos rostros del atraso.

Como señala Bennett, el espacio de representación constituido por el complejo exhibicionario, del que participaban una variedad de nuevas disciplinas, funcionaba básicamente con la lógica de "mostrar y contar" (Bennett, 1995: 87).

Cada uno de estos eventos funcionaba como una gran colección que organizaba y jerarquizaba los elementos de la cultura mundial. Los variados pabellones y predios de exposición pueden entenderse de este modo, como vehículos para mostrar objetos y como espacio para contar una historia.

A partir de la Exposición Universal de París de 1889, desplegada en un amplio predio en cercanías de la torre Eiffel –inaugurada ese mismo año en conmemoración del centenario de la Revolución Francesa–, comenzó a generalizarse la instalación de aldeas nativas en espacios abiertos.

La exhibición de objetos y sujetos etnográficos incluía una composición político-estética de hábitats y escenas, que pretendía colocar a los visitantes cara a cara con los modos de vida de pueblos lejanos y extraños.

 
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Esta práctica ya había tenido un importante antecedente en las exhibiciones etnológicas presentadas en el Jardín Zoológico de Aclimatación de París; un parque de 19 has. inaugurado en 1860 destinado a la adaptación de animales y plantas provenientes de los territorios de ultramar.

Las primeras exhibiciones etnológicas tuvieron lugar en 1877, cuando el director del Zoológico Isidore Geoffroy Saint-Hilaire, con el fin de aumentar las finanzas, decidió exponer un grupo de Nubios traídos de Sudán y otro de Inuit provenientes del Ártico.

El proveedor fue el alemán Karl Hagenbeck, un traficante de animales salvajes que surtía a los zoológicos de Europa, dedicado desde 1874 a importar grupos humanos de distintas latitudes para su exhibición pública5.

En los 55 años que van de 1877 a 1931 tuvieron lugar en el Jardín 33 exhibiciones etnológicas, que incluyeron a representantes de pueblos de los cinco continentes.

Imagen 5. Gallas (también llamados somalíes) procedentes de Etiopía, en el Jardín de Aclimatación de Paris en 1877. Tarjeta postal.

 
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Imagen 6. Carel Hnos. (Ed.) “Un groupe de petits Peaux-Rouges” / “Un grupo de pequeños Pieles Rojas”. Jardín Zoológico de Aclimatación de Paris, 1911. Tarjeta postal coloreada.

Además de un público ávido de curiosidades, fueron asiduos visitantes de estas exposiciones los miembros de la Sociedad de Antropología de Paris. Las investigaciones de esta institución, orientadas hacia la antropología física, encontraban en los nativos exhibidos en el Jardín un reservorio abundante, variado y accesible de ejemplares humanos con los que abonar empíricamente sus teorías sobre las diferencias raciales.

Como se señaló anteriormente, las Exposiciones Universales realizadas en distintas latitudes en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX tuvieron una significación especial en cuanto a las dimensiones políticas de la invención de occidente y de los otros.

El relato de contraposición entre la civilización y el resto del mundo se puso explícitamente en acto en las Exposiciones Coloniales, desarrolladas principalmente en Francia (Marsella 1906 y 1922; París 1907 y 1931) y Gran Bretaña (Exhibición del Imperio Británico, en Londres 1911 y 1924, y en Glasgow, Escocia en 1938).

También las hubo en Ámsterdam (Holanda) en 1883, Madrid (España) en 1887, en Alemania en 1928 y en Portugal en 1934.

 
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Analizada retrospectivamente, no puede dejar de observarse que toda esta variedad de “exposiciones antropozoológicas” – como las denominaba su principal mentor Carl Hagenbeck–  implicaba una distorsión de lo que generalmente operan en órdenes separados: la vida cotidiana de un grupo o familia con status privado y el ámbito del espectáculo con su despliegue público.

La naturaleza eminentemente performativa de los seres vivos desvía fuertemente su exhibición en la dirección del espectáculo, desdibujando más aún la línea existente entre la curiosidad morbosa y el interés científico, entre la cámara de los horrores y la exhibición médica, entre el circo y el jardín zoológico, entre el teatro y la muestra etnográfica” (Kirshenblatt-Gimblett, 1991: 397) [traducción del autor].

Una multiplicidad de ‘escenas nativas’ se llevaba a cabo en entornos físicos que pretendían reproducir los lugares de origen: desde la construcción de viviendas hasta rituales de matrimonio, y desde la preparación de comidas a la práctica de danzas tradicionales. De ese modo, retomando aquella expresión de Renato Rosaldo, las vidas de algunos grupos eran convertidas en “espectáculos visuales para el consumo metropolitano” (Rosaldo, 1991;48).

Imagen 7.  B. Milleret. Afiche propagandístico de la política colonial francesa, en ocasión de la Exposición Colonial de 1931 llevada a cabo en Paris. “C'est avec 76.900 hommes que la France assure la paix et les bienfaits de sa civilisation a ses 60 millions d’indigènes” / “Es con 76.900 hombres que Francia asegura la paz y los beneficios de su civilización a sus 60 millones de indígenas” [traducción del autor].

 
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Imagen 8.  Tarjeta postal sobre la Exposición Internacional de Amiens (Francia) de 1906. En la entrada de la Villa Senegalesa se promocionaba un nacimiento.

Muchas de esas escenas, además de su presentación en directo, quedaron registradas en varias colecciones de tarjetas postales (Ver especialmente las imágenes 5, 6, 8 y 9).

La Feria de Saint Louis de 1904 tuvo la particularidad de desarrollarse junto con la tercera edición de los juegos Olímpicos, en la que participaron doce países más un gran número de atletas a título individual o en representación de clubes deportivos.

De manera similar a lo acontecido en las exposiciones europeas, el amplio predio de la Feria contó con una multitud de pabellones ocupados por distintas naciones, y con otros espacios reservados para que los grupos traídos de diversas latitudes construyeran sus aldeas según sus modos tradicionales.

Nativos americanos tales como sioux y navajo; hanu del Japón, pigmeos de África, igorot de Filipinas, araucanos de la Patagonia e inuit de las zonas árticas compartían la vecindad en aquella Feria de Louisiana.

Además de las actividades cotidianas que cada grupo realizaba ante la vista de los paseantes, funcionaron “exhibiciones antropológicas” en las que –paralelamente al desarrollo del certamen olímpico– los miembros de las distintas tribus participaban en competencias de carrera, salto, arquería y lanzamiento de jabalina.

 
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Imagen 9. “Touareg sur son Mehari” / “Tuareg sobre su dromedario”. Tarjeta postal de la Exposición Colonial de Paris de 1907.

Imagen 10. Samuel F. Myerson, “La villa esquimal”. Louisiana Purchase Exposition, St. Louis (USA) 1904. Nótese en este caso la composición escenográfica de un ambiente polar.

 
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En la Feria de Saint Louis ocuparon un lugar destacado distintos grupos étnicos provenientes de Filipinas –territorio bajo dominio norteamericano desde 1898–, así como también un batallón de soldados y otros miembros de la elite occidentalizada de Filipinas presentados como muestra de los logros del proceso civilizador en marcha.

Finalizado este evento, algunos de los filipinos fueron llevados de gira por otras ciudades estadounidenses. Una de esas exhibiciones tuvo lugar dos años después en la ciudad de Los Ángeles, donde se instaló un espectáculo presentado como “El llamado del salvaje” y promocionado como “un paraíso para kodakers” en alusión a los usuarios de las cámaras Kodak lanzadas al mercado alrededor de diez años antes (imagen 11).

La fotografía había ido adquiriendo un peso creciente en relación a las políticas de exhibición. Los organizadores de la Feria Internacional de Saint Louis recurrieron a fotógrafos profesionales para documentar con imágenes todo ese despliegue de sujetos y de actividades, con el fin de editar un álbum a manera de memoria oficial de la Feria, y en el evento de Los Ángeles de 1906 se promocionaba explícitamente la exhibición de salvajes de las Filipinas como un atractivo para aficionados a la fotografía.

Imagen 11. Afiche publicitario de la exhibición de Igorrotes de Filipinas en el Chutes Park de Los Ángeles, de 1906.

 
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Conclusión

Este recorrido histórico por distintas prácticas de representación de los otros, apuntó a mostrar el modo de construcción de la alteridad, en el cruce de relaciones de poder y saber, prestando especial atención a la producción de imágenes.

Sin perder de vista el proceso anterior, el siglo XIX fue clave en la consolidación de un modo de tratamiento exotizante y desvalorizador de las diferencias humanas: en ello incidió fuertemente la política colonial de varios países europeos, así como el desarrollo de un discurso científico acerca de la jerarquía racial y cultural de los distintos pueblos. El desarrollo de un nuevo régimen de visibilidad que, siguiendo a Bennett, hemos caracterizado como “complejo exhibicionario”, contribuyó de manera muy especial en el proceso de subjetivación de propios y extraños; es decir, en la formación de una ciudadanía acorde con el ideal humano moderno-occidental, paralelamente a la invención de las múltiples figuras del salvajismo que justificaban el proceso civilizatorio en marcha.

La planificación de grandes espacios de exposición, con su organización de la circulación de cuerpos y miradas, fue un elemento fundamental de la política cultural de la época. No sólo un régimen de visión sino también el despliegue de un régimen de verdad acerca del valor de las distintas expresiones humanas.


Las exposiciones universales y las demás formas de exhibiciones zooantropológicas desarrolladas a partir de mediados del siglo XIX fueron, en muchos casos, la primera experiencia de contacto de la mayoría de la población de los países europeos con la alteridad.

El acondicionamiento de lugares y actividades según la lógica del espectáculo –ya fueran museos, ferias, teatros de variedades o aldeas nativas– trajo consigo una especie de pedagogía sobre los modos aceptables de mirar y de valorar a los otros.

Crary sostiene que observar no sólo implica la acción de mirar, sino también la observación de reglas, códigos, regulaciones, modos de conducirse.

 “La visión y sus efectos son siempre inseparables de las posibilidades de un sujeto observador que es a la vez el producto histórico y el lugar de ciertas prácticas, técnicas, instituciones y procedimientos de subjetivación” (Crary, 2008: 21).

El recurso técnico de la fotografía que adquirió un gran impulso durante la segunda mitad del siglo XIX, y especialmente la denominada fotografía etnográfica o antropológica, jugó un papel importante en la exotización de grupos humanos.

 
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La producción fotográfica también seguiría esas reglas generales de composición y condicionamiento de la mirada, en este caso destinadas a captar la esencia de los sujetos etnográficos. Ya se tratase del registro de escenas más o menos espontáneas, o de fotos de estudio que incluían la selección de poses, vestimenta y accesorios, se trataba de una invención de segundo grado: la invención fotográfica del otro.

Estas fotos sirvieron en muchos casos para la ilustración de publicaciones científicas y periodísticas, e incluso como parte del proceso de investigación, pasando a formar parte de álbumes o libros.

Un capítulo aparte requeriría el estudio de las fotografías tomadas a individuos o grupos en ocasión de las exhibiciones, que fueron utilizadas para la edición de diversas colecciones de tarjetas postales, verdaderos souvenires de la alteridad que extendieron la experiencia del encuentro visual con los otros, más allá del tiempo y el espacio geográfico en que ocurrió.

Estos recursos son invalorables como fuentes para la investigación sobre las prácticas y las representaciones de la época en cuestión, y han permitido reconstruir el camino seguido por muchos grupos humanos por los circuitos de las exhibiciones.

Finalmente, tras la hipótesis de que esas imágenes y ese modo de tratamiento de la alteridad no constituyen una cosa de un pasado ya superado, quedaría por explorar en qué medida las prácticas de exotización de determinados grupos humanos siguen actuando, ligadas al mercado del turismo, la publicidad, la industria cinematográfica y otros campos de producción simbólica.

Notas

1. Tal es el caso de los grabados de Johannes Grüninger en base a las cartas de Américo Vespucio, y muy especialmente los del belga Theodor de Bry, quien no sólo realizó ilustraciones de las crónicas de muchos viajeros, entre ellos Hans Standen como se muestra en la imagen 1, sino que a fines del siglo XVI instaló en Alemania una editorial que produjo centenares de libros, incluyendo varias colecciones sobre las Américas.
2. Un análisis de la producción imaginaria sobre los hombres americanos se encuentra en Amodio Formas de alteridad. Construcción y difusión de la imagen del indio americano en Europa durante el primer siglo de la conquista de América, 1993, op. cit.; y en Carreño El pecado de ser otro. Análisis a algunas representaciones monstruosas del indígena americano (siglos XVI - XVIII), 2008, op. cit.
3. La categoría de lo monstruoso aplicada a seres humanos tuvo una larga y penosa historia, previa y posteriormente a Linneo. Un análisis de sus derivaciones en prácticas religiosas, médicas, políticas y jurídicas, puede verse en Michel Foucault, La vida de los hombres infames. Buenos Aires, Ed. Altamira, 1996
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4. De manera contemporánea a Linneo, el francés George Louis Leclerc de Buffon publicó en 1749 el libro Histoire naturelle, générale et particuliére. El tomo titulado L’Homme, consistía en un estudio sistemático del hombre desde el doble registro de la naturaleza y la cultura; trabajo que influirá notablemente en el desarrollo científico de las antropologías del siglo XIX.
Buffon sostuvo la unidad de la especie humana, pero su valoración de la diversidad humana distaba mucho de ser equitativa, ya que partía de un ideal humano ‘blanco’ del que habrían ido derivándose los demás linajes existentes. Es así que propuso una interpretación explícitamente jerarquizante del género humano: “en la cumbre se encuentran las naciones de Europa septentrional, inmediatamente abajo los demás europeos, luego vienen las poblaciones de Asia y África y en la parte inferior de la escala, los salvajes americanos” (Buffon, citado en Todorov, 2009: 124).

5. En 1881 y 1882, Hagenbeck se dedicó a capturar hombres, mujeres y niños nativos de Tierra del Fuego, que fueron transportados a la capital alemana para ser expuestos en distintas ciudades. El éxito de estas muestras llevó a su multiplicación en varios países europeos. En el libro "Zoológicos humanos. Fotografías de fueguinos y mapuche en el Jardin d’Acclimatation de París, siglo XIX" (2006), Christian Báez y Peter Mason muestran el derrotero seguido por varios grupos de nativos patagónicos llevados y exhibidos en Europa.

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2008.  “El pecado de ser otro. Análisis a algunas representaciones monstruosas del indígena americano (siglos XVI - XVIII)”. Revista Chilena de Antropología Visual, número 12, pp. 127 - 146. Santiago de Chile www.antropologiavisual.cl/carreno_12.htm consultado en diciembre de 2012.

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Todorov, Tzvetan
2009. Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. Ed. Siglo XXI, México.

 

 
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