Objetos y representaciones materiales se reconocen como imágenes cuando ellas adquieren significación. De acuerdo a Rojas Mix (2006), más allá de una mera ilustración, la imagen se posiciona como “una entidad autónoma con una intensidad propia, creadora de realidades, cuya mera enumeración muestra su amplitud y trascendencia: estéticas, históricas, culturales, psicológicas, mercantiles” (2006:21-22). La imagen, de esta manera, al igual que en el caso de los relatos orales, es al mismo tiempo creadora de contenidos (propiedad reflexiva) tanto como portadora y agente de comunicación (propiedad indexical); en otras palabras, es descripción, representación e interpretación del mensaje que comunica. Esta forma de discurso, siguiendo al mismo autor, en tanto documento visual es también un texto, aunque no verbal, y la entrega de contenido de información que estas proveen, tienen la particularidad de ponernos en contacto sensible con aquello que reflejan. Así, lo visual tendería a potenciar de mejor manera una conexión con la realidad que reseña la imagen, apelaría en el caso de la fotografía, por ejemplo, a la parte más interna, a lo afectivo (Langland, 2005).
No obstante, el contenido de la imagen puede tener múltiples lecturas e interpretaciones, al igual como ocurre con las narraciones que sobre un acontecimiento puede emitir un grupo de entrevistados. En este sentido, la lectura sobre una imagen puede correr el riesgo de una interpretación equivocada respecto de la intencionalidad para lo cual fue producida (Burke, 2005). Ello resulta particularmente válido para aquellas imágenes que son incorporadas en la investigación como documentos visuales. El análisis que sobre ellas recae descontextualiza la imagen de su medio de producción, poniéndola al servicio del investigador desde sus propias miradas, posiciones y parcialidades : es el caso del uso de fotografías familiares o de pinturas, como registros históricos.
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De esta manera, si la imagen potencia su cualidad comunicadora, es necesario aprehenderla en su contexto cultural de producción y de interpretación, en especial si ella es herramienta de grupos e identidades locales, donde los contenidos y formas muchas veces han sido proyectados para un grupo reducido de población. Similarmente, Sekula (2004), en el ámbito del la imagen como expresión artística, plantea que las prácticas artísticas son consecuencia tanto de la producción material (presencia física o práctica material) como de la producción de significado (intercambio simbólico). El significado surgiría como el producto de la interpretación de la producción material, a la vez que nos permitiría comprenderla. Dentro de esta figura, el proceso de comprensión y significado son el resultado del dialogo entre la obra y quien la percibe e interpreta, teniendo como elemento mediador el tiempo presente -es decir el contexto-, ya no sólo desde donde se produce la obra, sino que también desde el cual ésta se percibe.
Así como el relato oral es asumido como una interpretación subjetiva de la realidad, el documento visual al comunicar significando, expresa una interpretación de la realidad vivida. De esta manera, la imagen es una construcción que ocurre en la interacción entre el que observa la imagen y la significa, y el objeto que es observado. Sin embargo, al formar parte de un colectivo, y muy particularmente, objeto significante de un grupo de actores sociales, la imagen puede adquirir, al igual que el relato oral, un estatus que es aprehendido socialmente como realidad. De acuerdo a Burgin, las “imágenes mentales son aquellos fenómenos psíquicos que podemos asimilar a una orden sensorial: visual, auditiva, táctil, gustativa u olfativa. [Por otro lado] el uso de las imágenes visuales es propio del pensamiento cotidiano normal” (2004:166), y en este sentido, habría algo de memoria en la imagen visual representada y en la imagen mental que se piensa.
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